JESÚS Y EL INFIERNO

Jonás 4:1–11 – Lucas 16:19–31 – Mateo 25:31–40

Según la caricatura del hombre manso y poco interesante que nos enseñaron a muchos de nosotros, Jesús era aburrido. Era un tipo tranquilo, gentil, demasiado simpático y un poco frágil, en cuyo regazo a los niños les gustaba sentarse. Caminaba con túnicas amplias de colores pastel, nunca sucias, siempre recién lavadas y planchadas. Le gustaba sostener una ovejita en un brazo y levantar el otro como si llamara un taxi. O era como una x o una n: una parte abstracta de una ecuación matemática, no importante tanto por lo que decía o cómo vivía, sino sólo porque desempeñaba un papel en el cálculo cósmico de la condenación y el perdón.

El verdadero Jesús era mucho más complejo e interesante que cualquiera de estas caricaturas. Y en ningún lugar fue más desafiante, subversivo, valiente y creativo que cuando tomó el lenguaje de fuego y azufre de sus mayores críticos y lo utilizó para un propósito muy diferente.

El concepto del infierno entró en el pensamiento judío bastante tarde. En la época de Jesús, igual que en la nuestra, los judíos más tradicionales (especialmente los de un grupo político y religioso conocido como los saduceos) tenían poco que decir sobre el más allá y los milagros, los ángeles y cosas por el estilo. Se enfocaban en esta vida y en cómo ser seres humanos buenos y fieles. Otros judíos (especialmente los fariseos, los grandes rivales de los saduceos) habían acogido con agrado las ideas sobre la vida después de la muerte provenientes de culturas y religiones vecinas.

Al norte y al este, en Mesopotamia, la gente creía que las almas de los muertos migraban a un inframundo cuya geografía se asemejaba a una antigua ciudad amurallada. Los buenos y los malos, los nobles y los humildes, todos descendían a este reino sombrío, aterrador, oscuro e ineludible. Para los egipcios al sur, los recién fallecidos se enfrentaban a un juicio ritual. Las personas malas que no pasaban la prueba eran devoradas por una deidad con cabeza de cocodrilo, y las personas buenas que pasaban la prueba se asentaban en la tierra más allá del atardecer.

Hacia el oeste, los griegos tenían un esquema más elaborado. Aunque hubo muchas permutaciones, en general, las almas al morir se clasificaban en cuatro grupos: las santas y heroicas, las indeterminadas, las malvadas con remedio y las malvadas sin remedio. Las malvadas sin remedio iban al Tártaro donde experimentarían el tormento eterno y consciente. Las santos y las heroicas eran admitidas en los Campos Elíseos, un lugar de alegría y paz. Las de en medio podrían ser enviadas de regreso a la Tierra para múltiples reencarnaciones hasta que se pudiera decidir si se enviaban al Tártaro o a los Campos Elíseos.

Luego estaban los zoroastrianos persas al este. En el zoroastrismo, las almas recién fallecidas eran juzgadas por dos ángeles, Rashnu y Mitra. Las dignas eran recibidas en la versión zoroástrica del cielo. Las indignas eran desterradas al reino de la figura satánica Arimán, su versión del infierno.

Un gran número de judíos habían sido exiliados en el imperio persa en el siglo VI a. C., y los persas siguieron gobernando sobre los judíos durante unos 150 años después de que regresaron para reconstruir Jerusalén. Después de eso, fueron los griegos que gobernaron e intentaron imponer su cultura y religión. Por eso no es de sorprenderse que muchos judíos hayan adoptado una mezcla de ideas persas y griegas sobre el más allá. Para muchos de ellos, era fácil identificar a los que iban al cielo. Tenían conocimientos religiosos y eran practicantes, socialmente respetados, económicamente prósperos y sanos de cuerpo… todos ellos signos de una vida recta que sería recompensada después de la muerte. Los condenados al infierno eran igualmente fáciles de identificar: desinformados sobre las tradiciones religiosas, descuidados con respecto a las reglas religiosas, socialmente sospechosos, económicamente pobres y físicamente enfermos o discapacitados… signos de una vida pecaminosa e indisciplinada que sería castigada aún más en el futuro.

Jesús claramente estuvo de acuerdo en que había una vida después de la muerte. La muerte no era el fin para Jesús. Pero una de las facetas más sorprendentes de su vida y ministerio fue la forma en que tomó las ideas populares sobre el más allá y las puso patas arriba.

¿Quién iba al infierno? La gente rica y exitosa que vivía en casas elegantes y pasaba por alto a sus vecinos indigentes que dormían en las alcantarillas frente a sus puertas. Personas orgullosas que juzgaban, insultaban, excluían, evitaban y acusaban a los demás. Hipócritas fastidiosos que colaban mosquitos pero se tragaban camellos. Jesús le devolvió a la élite religiosa la condena que solían pronunciar sobre los marginados.

¿Y quién, según Jesús, iba a ir al cielo? Las mismas personas que la élite religiosa despreciaba, evitaba, excluía y condenaba. Las puertas del cielo se abrían de par en par para los pobres y los indigentes que recibían pocas de las bendiciones de la vida; los pecadores, los enfermos y los desamparados que no se sentían superiores a nadie y que, por tanto, apreciaban cada vez más la gracia y el perdón de Dios; hasta las prostitutas y los recaudadores de impuestos. ¡Imagínate cómo esta noción del infierno, tan diferente de la convencional, debe haber impactado a todos, tanto a las multitudes como a la élite religiosa!

Una y otra vez, Jesús tomó el lenguaje y las imágenes convencionales relacionados con el infierno y los invirtió. Podríamos decir que en vez de enseñar acerca del infierno, más bien estaba “desenseñando” sobre el tema. Al hacerlo, no estaba simplemente defendiendo una comprensión diferente del más allá. Estaba haciendo algo mucho más importante y radical: proclamar una visión transformadora de Dios. Dios no es quien castiga a algunos con pobreza y enfermedad, ni es quien favorece a los ricos y justos. Dios es quien ama a todos, incluidas las personas que el resto de nosotros pensamos que no cuentan. Resulta que esos pasajes de fuego y azufre que innumerables predicadores han usado para asustar a la gente sobre el infierno no tenían la intención de enseñarnos sobre el infierno: ¡Jesús usó el lenguaje del infierno para enseñarnos una nueva visión radical de Dios!

Jesús también usó el lenguaje de fuego y azufre de otra manera. Lo usó para advertir a sus compatriotas sobre la catástrofe que supondría seguir su camino actual, el cual conduciría a otro levantamiento violento contra los romanos. La violencia no producirá la paz, advirtió; sólo producirá más violencia. Jesús advirtió que si sus compatriotas persistían en su camino actual, los romanos se vengarían de ellos tomando su mayor orgullo, el Templo, y reduciéndolo a cenizas y escombros. Los babilonios lo habían hecho una vez y los romanos podían hacerlo otra vez. Por eso abogó por un camino diferente: un “camino difícil y angosto” de cambio social no violento en lugar de la conocida y amplia autopista del odio y la violencia.

Resultó que la creencia en la otra vida proporcionaba un beneficio a quienes querían reclutar gente para una revolución violenta. Podrían prometer el cielo a quienes murieran como mártires en una guerra santa. Esa conexión entre la muerte en la batalla y la recompensa en el cielo ayuda a explicar por qué los fariseos unieron fuerzas con los zelotes en el año 67 d. C. para liderar una revuelta contra los romanos. Su gran plan tuvo éxito durante un tiempo, pero tres años más tarde, los romanos entraron y se desató el infierno. Jerusalén quedó devastada. El templo quedó reducido a cenizas y escombros.

Después de su fallida revolución, los fariseos trazaron un camino no violento de enseñanza y construcción de comunidades. Allanaron el camino para el desarrollo del judaísmo rabínico, que sustenta las diversas tradiciones del judaísmo actual. Su historia demuestra que ni los grupos ni los individuos deberían ser estereotipados ni considerados incapaces de aprender, crecer y cambiar.

Ese es el verdadero propósito del lenguaje de fuego y azufre de Jesús. Su propósito no era predecir la destrucción del universo ni hacer absolutas para toda la eternidad las categorías de “adentro” y “afuera”, de “nosotros” y “ellos”. Su propósito era despertar a las personas complacientes, advertirles del peligro de su camino actual y desafiarlas a cambiar, utilizando el lenguaje y las imágenes más fuertes disponibles. Como en la antigua historia de Jonás, la intención de Dios no era destruir, sino salvar. Ni un gran pez ni un gran fuego tienen la última palabra, sino el gran amor y gracia de Dios. Lamentablemente, muchas personas religiosas todavía utilizan las imágenes del infierno de la forma más convencional que Jesús intentó revertir. Al igual que Jonás, parecen decepcionados de que la gracia de Dios pueda tener la última palabra. Si más de nosotros reexamináramos esta fascinante dimensión de las enseñanzas de Jesús y llegáramos a una comprensión más profunda de ella, veríamos la clase de líder valiente, subversivo y fascinante que Él fue, mostrándonos una manera radicalmente diferente de ver a Dios y vivir la vida.

Texto traducido del libro «We Make the Road by Walking», de Brian D. McLaren.

[El titulo del libro en inglés es una frase tomada de la colección de poesías «Campos de Castilla», de Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.»

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